| JUAN 17 | 
| 1 | 2 | 3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 
| 8 | 9 | 10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 
| 15 | 16 | 17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 
| 
							Jesús ora por la gloria del 
							Padre y por su propia glorificación. 
							1
							
							Así habló Jesús*. 
							Después, levantando sus ojos al cielo, dijo: “Padre, 
							la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu 
							Hijo te glorifique a Ti; 
							2
							
							–conforme al señorío que le conferiste sobre todo el 
							género humano– dando vida eterna a todos los que Tú 
							le has dado*. 
							3 
							Y la vida 
							eterna es: que te conozcan a Ti, solo Dios 
							verdadero, y a Jesucristo Enviado tuyo*. 
							4 
							Yo te he 
							glorificado a Ti sobre la tierra dando acabamiento a 
							la obra que me confiaste para realizar.
							5 
							Y ahora Tú, Padre, glorifícame a Mí junto a Ti mismo, 
							con aquella gloria que en Ti tuve antes que el mundo 
							existiese”*. 
							 
							Ruega por los discípulos.
							
							6
							
							“Yo he manifestado tu Nombre* 
							a los hombres que me 
							diste (apartándolos) del 
							mundo. Eran tuyos, y Tú me los diste, y ellos han 
							conservado tu palabra.
							7 
							Ahora saben que todo lo 
							que Tú me has dado viene de Ti*.
							
							8
							Porque las palabras 
							que Tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las 
							han recibido y han conocido verdaderamente que Yo 
							salí de Ti, y han creído que eres Tú quien me has 
							enviado*.
							
							9 Por ellos ruego; 
							no por el mundo, sino por los que Tú me diste, 
							porque son tuyos*.
							
							10
							Pues todo lo mío es 
							tuyo, y todo lo tuyo es mío, y en ellos he sido 
							glorificado.
							
							11
							Yo no estoy ya en 
							el mundo, pero éstos quedan en el mundo mientras que 
							Yo me voy a Ti. Padre Santo, por tu nombre, que Tú 
							me diste, guárdalos para que sean uno como somos 
							nosotros*.
							
							12 Mientras Yo 
							estaba con ellos, los guardaba por tu Nombre, que Tú 
							me diste, y los conservé, y ninguno de ellos se 
							perdió sino el hijo de perdición, para que la 
							Escritura fuese cumplida*.
							
							13 Mas ahora voy a 
							Ti, y digo estas cosas estando (aún) 
							en el mundo, para que 
							ellos tengan en sí mismos el gozo cumplido que tengo 
							Yo.
							14 
							Yo les he dado tu palabra 
							y el mundo les ha tomado odio, porque ellos ya no 
							son del mundo, así como Yo no soy del mundo.
							
							15 No ruego para que 
							los quites del mundo, sino para que los preserves 
							del Maligno*.
							
							16
							Ellos no son ya del 
							mundo, así como Yo no soy del mundo.
							
							17
							Santifícalos en la 
							verdad*: 
							la verdad es tu palabra.
							18 
							Como Tú me enviaste a Mí 
							al mundo, también Yo los he enviado a ellos al 
							mundo.
							19 
							Y por ellos me santifico 
							Yo mismo, para que también ellos sean santificados, 
							en la verdad”*. 
							 
							Ruega por todos los que van a 
							creer en Él. 
							20 
							“Mas no ruego 
							sólo por ellos, sino también por aquellos que, 
							mediante la palabra de ellos, crean en Mí*, 
							21
							
							a fin de que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y 
							Yo en Ti, a fin de que también ellos sean en 
							nosotros, para que el mundo crea que eres Tú el que 
							me enviaste*. 
							
							
							22 Y la gloria que Tú me diste, Yo se 
							la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros 
							somos Uno*: 
							23 
							Yo en ellos y 
							Tú en Mí, a fin de que sean perfectamente uno, y 
							para que el mundo sepa que eres Tú quien me enviaste 
							y los amaste a ellos como me amaste a Mí*. 
							24 
							Padre, aquellos 
							que Tú me diste quiero que estén conmigo en donde Yo 
							esté, para que vean la gloria mía, que Tú me diste, 
							porque me amabas antes de la creación del mundo*. 
							25 
							Padre Justo, si 
							el mundo no te ha conocido, te conozco Yo, y éstos 
							han conocido que eres Tú el que me enviaste*; 
							26
							
							y Yo les hice conocer tu nombre, y se lo haré conocer 
							para que el amor con que me has amado sea en ellos y 
							Yo en ellos”*. 
									
									1 ss. Jesús, 
									que tanto oró al Padre “en los días de su 
									carne” (Hb. 5, 7), pronuncia en alta voz 
									esta oración sublime, para dejarnos penetrar 
									la intimidad de su corazón lleno todo de 
									amor al Padre y a nosotros. Dando a conocer 
									el Nombre de Padre (v. 6 ss.) ha terminado 
									la misión que Él le encomendó (v. 4). Ahora 
									el Cordero quiere ser entregado como víctima 
									“en manos de los hombres” (14, 31 y nota), 
									pero apenas hace de ello una vaga referencia 
									en el v. 19. “Es pues con razón que el P. 
									Lagrange intitula el c. 17:
									
									Oración de Jesús por la unidad, de 
									preferencia al título de Oración sacerdotal, 
									que ordinariamente se le da siguiendo al 
									luterano Chytraeus Koohhafen † 1600” 
									(Pirot). 
									
									2. 
									
									Que tu Hijo 
									te glorifique... dando vida eterna: 
									Meditemos 
									aquí el abismo de bondad en el Padre y en el 
									Hijo, ante tan asombrosa revelación. En este 
									momento culminante de la vida de Jesús, en 
									esta conversación íntima que tiene con su 
									Padre, nos enteramos de que la gloria que el 
									Hijo se dispone a dar al Eterno Padre, y por 
									la cual ha suspirado desde la eternidad, no 
									consiste en ningún vago misterio ajeno a 
									nosotros, sino que todo ese infinito anhelo 
									de ambos está en darnos a nosotros su propia 
									vida eterna. 
									
									3. El conocimiento
									del 
									Padre y del Hijo –obra del Espíritu de 
									ambos “que habló por los profetas”– se 
									vuelve vida divina en el alma de los 
									creyentes, los 
									cuales son “partícipes de la naturaleza 
									divina” (2 Pe. 1, 4). Cf. v. 17 y nota; Sb. 
									15, 3. 
									
									5. Es 
									evidente, como 
									dice S. 
									Agustín, que si pide lo que desde la 
									eternidad tenía, no lo pide para su Persona 
									divina, que nunca lo había perdido, sino 
									para su Humanidad santísima, que en lo 
									sucesivo tendrá la misma gloria de Hijo de 
									Dios, que tenía el Verbo (cf. v. 22; Sal. 2, 
									7 y nota). 
									
									6. 
									
									Tu nombre,
									es 
									decir, “a Ti mismo, lo que Tú eres, y por 
									sobre todo, el hecho de que eres Padre” 
									(Joüon). 
									
									7. Hemos 
									visto a través de todo este Evangelio que la 
									preocupación constante de Jesús fue mostrar 
									que sus palabras no eran de Él sino del 
									Padre. Véase 12, 49 s. 
									
									8. 
									
									Ellos las han 
									recibido... y han creído: 
									Admiremos, en esta conversación entre las 
									Personas divinas, el respeto, que bien puede 
									llamarse humilde, por la libertad de 
									espíritu de cada hombre, no obstante ser 
									Ellos omnipotentes y tener sobre sus 
									creaturas todos los derechos. Nada más 
									contrario, pues, a las enseñanzas divinas, 
									que el pretender forzar a los hombres a que 
									crean, o castigar a los que no aceptan la 
									fe. Véase Ct. 3, 5; Ez. 14, 7 y notas. 
									
									9 ss. Nueva y 
									terrible sentencia contra el mundo (véase 
									14, 30; 15, 18; 16, 11 y notas). ¡Nótese el 
									sentido! 1º 
									
									Por ellos 
									ruego... porque son tuyos: 
									pues todo lo 
									tuyo me es infinitamente amable sólo por ser 
									cosa del Padre a quien amo. Es decir, que 
									nosotros, sin saberlo ni merecerlo, 
									disfrutamos de un título irresistible al 
									amor de Jesús, y es: el solo hecho de que 
									somos cosa del Padre y hemos sido 
									encomendados por Él a Jesús a Quien el Padre 
									le encargó que nos salvase (6, 37-40). 2º
									En ellos he sido glorificado, es decir, a causa de ellos (cf. v. 
									19). La gloria del Hijo consiste como la del 
									Padre (v. 2 y nota), en hacernos el bien a 
									nosotros. Jesús ya nos había dicho en 10, 
									17, que el amor de su Padre, que es para el 
									Hijo la suma gloria, lo recibe Él por eso: 
									porque pone su vida por nosotros (véase allí 
									la nota). Ante abismos como éste, de una 
									bondad y un amor, y unas promesas que jamás 
									habría podido concebir el más audaz de los 
									ambiciosos, comprendemos que todo el 
									Evangelio y toda la divina Escritura tienen 
									que estar dictados por ese amor, es decir, 
									impregnados de esa bondad hacia nosotros, 
									porque Dios es siempre el mismo. De aquí que 
									para entender la Biblia hay que preguntarse, 
									en cada pasaje, qué nueva prueba de amor y 
									de misericordia quiere manifestarnos allí el 
									Padre, o Jesús. ¿Es éste el espíritu con que 
									la leemos nosotros? El que no entiende, es 
									porque no ama, dice el Crisóstomo; y el que 
									no ama, es porque no se cree amado, dice S. 
									Agustín. También en otro sentido el Hijo ha 
									sido glorificado en nosotros, en cuanto 
									somos su trofeo. Si no pudiera mostrarnos al 
									Padre y al universo como frutos de su 
									conquista, ¿de qué serviría toda su hazaña, 
									toda la epopeya de su vida? Vemos aquí la 
									importancia abismante que se nos atribuye en 
									el seno de la misma Divinidad, en los 
									coloquios del Hijo con el Padre, y si vale 
									la pena pensar en las mentiras del mundo 
									ante una realidad como ésta. Porque si somos 
									del mundo, Él ya no ruega por nosotros, como 
									aquí lo dice. Entonces quedamos excluidos de 
									su Redención, es decir, que nuestra 
									perdición es segura. 
									
									12. 
									
									El hijo de 
									perdición 
									es Judas. 
									Véase Mc. 14, 21; 
									Sal. 40, 10; 54, 14; Hch. 1, 16. Hijo de 
									perdición se llama también al Anticristo (2 
									Ts. 2, 3). 
									
									15. Es lo que 
									imploramos en la 
									última 
									petición del Padre nuestro (Mt. 6, 13). 
									
									17. “Vemos 
									aquí hasta qué punto el conocimiento y amor 
									del Evangelio influye en nuestra vida 
									espiritual. Jesús habría podido decirle que 
									nos santificase en la caridad, que es el 
									supremo mandamiento. Pero Él sabe 
									muy bien que ese amor viene del conocimiento 
									(v. 3). De ahí que en el plan divino se nos 
									envió primero al Verbo, o sea la Palabra, 
									que es la luz; y luego, como fruto de Él, al 
									Espíritu Santo que es el fuego, el amor”. 
									Cf. Sal. 42, 3. 
									
									19. 
									
									Por ellos me 
									santifico: 
									Vemos aquí 
									una vez más el carácter espontáneo del 
									sacrificio de Jesús. Cf. 14, 31 y nota. En 
									el lenguaje litúrgico del Antiguo Testamento 
									“santificar” es segregar para Dios. En Jesús 
									esta segregación es su muerte, segregación 
									física y total de este mundo (v. 11 y 13); 
									para los discípulos, se trata de un divorcio 
									del mundo (v. 14-16) en orden al apostolado 
									de la verdad que santifica (v. 3 y 17). 
									
									20. La fe 
									viene del poder de la palabra evangélica 
									(Rm. 10, 17), la cual nos mueve a obrar por 
									amor (Ga. 
									5, 6). La 
									oración omnipotente de Jesús se pone aquí a 
									disposición de los verdaderos predicadores 
									de la palabra revelada, para darles eficacia 
									sobre los que la escuchan. 
									
									21. 
									
									Para que el 
									mundo crea: 
									Se nos da 
									aquí otra regla infalible de apologética 
									sobrenatural (cf. 7, 17 y nota), que 
									coincide con el sello de los verdaderos 
									discípulos, señalado por Jesús en 13, 35. En 
									ellos el poder de la palabra divina y el 
									vigor de la fe se manifestarán por la unión 
									de sus corazones (cf. nota anterior), y el 
									mundo creerá entonces, ante el espectáculo 
									de esa 
									mutua caridad, que se fundará en la 
									común participación a la vida divina (v. 3 y 
									22). Véase los vv. 11, 23 y 26. 
									
									22. Esa
									
									
									gloria 
									es la 
									divina naturaleza, que el Hijo recibe del 
									Padre y que nos es comunicada a nosotros por 
									el Espíritu Santo mediante el misterio de la 
									adopción como hijos de Dios, que Jesús nos 
									conquistó con sus méritos infinitos. Véase 
									1, 12 s.; Ef. 1, 5 y notas. 
									
									23. 
									
									Perfectamente 
									uno: 
									¡consumarse 
									en la unidad divina con el Padre y el Hijo! 
									No hay panteísmo brahmánico que pueda 
									compararse a esto. Creados a la imagen de 
									Dios, y restaurados luego de nuestra 
									degeneración por la inmolación de su Hijo, 
									somos hechos hijos como Él (v. 22); 
									partícipes de la naturaleza divina (v. 3 y 
									nota); denominados “dioses” por el mismo 
									Jesucristo (10, 34); vivimos de su vida 
									misma, como Él vive del Padre (6, 58), y, 
									como si todo esto no fuera suficiente, Jesús 
									nos da todos sus méritos para que el Padre 
									pueda considerarnos coherederos de su Hijo 
									(Rm. 8, 17) y llevarnos a esta consumación 
									en la Unidad, hechos semejantes a Jesús (1 
									Jn. 3, 2), aun en el cuerpo cuando Él venga 
									(Fil. 3, 20 s.), y compartiendo eternamente 
									la misma gloria que su Humanidad santísima 
									tiene hoy a la diestra del Padre (Ef. 1, 20; 
									2, 6) y que es igual a la que tuvo siempre 
									como Hijo Unigénito de Dios (v. 5). 
									
									24. 
									
									Que estén 
									conmigo: 
									Literalmente:
									que 
									sean conmigo. Es el complemento de lo 
									que vimos en 14, 2 ss. y nota. Este Hermano 
									mayor no concibe que Él pueda tener, ni aun 
									ser, algo que no tengamos o seamos nosotros. 
									Es que en eso mismo ha hecho consistir su 
									gloria el propio Padre (v. 2 y nota). De ahí 
									que las palabras:
									Para 
									que vean la gloria mía quieren decir: 
									para que la compartan, esto es, la tengan 
									igual que Yo. San Juan usa aquí el verbo
									
									theoreo, como en 8, 51, donde
									ver
									significa gustar, experimentar, tener. 
									En efecto, Jesús acaba de decirnos (v. 22) 
									que Él 
									nos ha dado esa gloria que el Padre le 
									dio para que lleguemos a ser uno con Él y su 
									Padre, y que Éste nos ama lo mismo que a Él 
									(v. 23). Aquí, pues, no se trata de pura 
									contemplación sino de participación de la 
									misma gloria de Cristo, cuyo Cuerpo somos. 
									Esto está dicho por el mismo S. Juan en 1 
									Jn. 3, 2; por S. Pablo, respecto de nuestro 
									cuerpo (Fil. 3, 21), y por S. Pedro aun con 
									referencia a la vida presente, donde ya 
									somos “copartícipes de la naturaleza divina” 
									(2 Pe. 1, 4; cf. 1 Jn. 3, 3). Esta 
									divinización del hombre es consecuencia de 
									que, gracias al renacimiento que nos da 
									Cristo (cf. 3, 2 ss.), Él nos hace “nacer de 
									Dios” (1, 13) como hijos verdaderos del 
									Padre lo mismo que Él (1 Jn. 3, 1). Por eso 
									Él llama a Dios “mi Padre y vuestro Padre”, 
									y a nosotros nos llama “hermanos” (20, 17). 
									Este v. vendría a ser, así, como el remate 
									sumo de la Revelación, la cúspide 
									insuperable de las promesas bíblicas, la 
									igualdad de nuestro destino con el del 
									propio Cristo (cf. 12, 26; 14, 2; Ef. 1, 5; 
									1 Ts. 4, 17; Ap. 14, 4). Nótese que este 
									amor del Padre al Hijo
									“antes 
									de la creación del mundo” existió 
									también para nosotros desde entonces, como 
									lo enseña S. Pablo al revelar el gran 
									“Misterio” escondido desde todos los siglos. 
									Véase Ef. 1, 4; 3, 9 y notas. 
									
									26. Aquí 
									vemos compendiada 
									la 
									misión de Cristo: dar a conocer a los 
									hombres el amor del Padre que los quiere por 
									hijos, a fin de que, por la fe en este amor 
									y en el mensaje que Jesús trajo a la tierra, 
									puedan poseer el Espíritu de adopción, que 
									habitará en ellos con el Padre y el Hijo. La 
									caridad más grande del Corazón de Cristo ha 
									sido sin duda alguna este deseo de que su 
									Padre nos amase tanto como a Él (v. 24). Lo 
									natural en el hombre es la envidia y el 
									deseo de conservar sus privilegios. Y más 
									aún en materia de amor, en que queremos ser 
									los únicos. Jesús, al contrario de nosotros, 
									se empeña en dilapidar el tesoro de la 
									divinidad que trae a manos llenas (v. 22) y 
									nos invita a vivir de Él esa plenitud de 
									vida divina (1, 16; 15, 1 ss.) como Él la 
									vive del Padre (6, 58). Todo está en creer 
									que Él no nos engaña con tanta grandeza (cf. 
									6, 29). 
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