| 1 JUAN 1 | 
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					PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN JUAN 
					 
					Prólogo.
					
					1
					
					Lo que era desde el principio, lo que 
					hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que 
					hemos contemplado, y lo que han palpado nuestras manos, 
					tocante al Verbo de vida*,
					
					2 
					pues la vida se 
					ha manifestado y la hemos 
					visto, y (de 
					ella) damos testimonio, y os 
					anunciamos la vida eterna, la misma que estaba con el Padre, 
					y se dejó ver de nosotros, 
					
					
					3
					esto que hemos visto y oído 
					es lo que os anunciamos también a vosotros, para que también 
					vosotros tengáis comunión con nosotros y nuestra comunión 
					sea con el Padre y con el Hijo suyo Jesucristo*.
					4
					Os escribimos esto para que 
					vuestro gozo sea cumplido*. 
					 
					Nadie está sin pecado. 
					
					5 
					Este es el 
					mensaje que de Él hemos oído y que os anunciamos: Dios es 
					luz y en Él no hay tiniebla alguna*.
					
					
					6 Si decimos que tenemos comunión 
					con Él y andamos en tinieblas, mentimos, y no obramos la 
					verdad*.
					
					7 
					Pero si caminamos a la luz, como Él está en la luz, 
					tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo 
					Jesús nos limpia de todo pecado*.
					
					
					8 Si decimos que no tenemos pecado, 
					nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en 
					nosotros*.
					
					9 
					Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo 
					para perdonarnos los pecados, y limpiarnos de toda iniquidad*.
					
					10 
					Si decimos que no hemos pecado, le declaramos a Él 
					mentiroso, y su palabra no está en nosotros*. 
							
							1 s.
							El Verbo de la 
							vida es Jesucristo, que nos comunicó la vida 
							divina. Véase el Prólogo del Evangelio de S. Juan 
							(Jn. 1, 11), al cual esta Epístola sirve de 
							introducción (cf. v. 3). Esa vida comenzó a 
							manifestarse en la Encarnación en el seno virginal 
							de María, cuando el Verbo “sin dejar de ser lo que 
							era, empezó a ser lo que no era” (S. Agustín) y “el 
							Hijo de Dios se hizo hombre, a fin de que los hijos 
							de hombre puedan llegar a ser hijos de Dios” (S. 
							León Magno). 
							
							3. 
							
							Comunión: 
							en griego
							koinonía 
							(cf. Hch. 2, 42 y nota). “Esta palabra designa a la 
							vez una posesión y un goce en común, es decir, un 
							estado y un intercambio de acciones; una comunidad y 
							una comunión; en una palabra, una comunidad de vida 
							con Dios” (Cardenal Mercier). En esta vida íntima 
							con el Padre y con su Hijo, el Espíritu Santo, lejos 
							de estar ausente, es el que lo hace todo. 
							
							4. 
							
							Vuestro gozo: 
							algunos mss. 
							dicen nuestro 
							gozo. El fruto infalible de esta lectura será, 
							pues, colmarnos de gozo. Lo mismo dice Jesús de sus 
							Palabras en Jn. 17, 13. Cf. 2 Jn. 12. 
							
							5. La 
							
							luz 
							a que se refiere el 
							Apóstol es sobrenatural. “Dios es espíritu” (Jn. 4, 
							24) y “habita en una luz inaccesible que ningún 
							hombre ha visto” (1 Tm. 6, 16). Pero no existe nada 
							tan real, vivo y exacto como esa imagen de la luz 
							para hacernos comprender lo que es espiritual y 
							divino. Lo mismo vemos por los otros términos usados 
							por S. Juan: vida y amor. De ahí que la 
							espiritualidad joanea, siendo la más alta, sea en 
							realidad la más sencilla y propia para transformar 
							las almas definitivamente (cf. 4, 16 y nota).
							¡No hay 
							tiniebla alguna! Es decir, que Dios no solamente 
							es perfecto en Sí mismo –lo cual podría sernos 
							inaccesible e indiferente–, sino que lo es con 
							respecto a nosotros, no obstante nuestras miserias y 
							precisamente a causa de ellas, pues su 
							característica es el amor y la misericordia que 
							busca a los necesitados (v. 8 ss.). Es, pues, un 
							Dios como hecho de medida para los que somos 
							miserables (cf. Lc. 1, 49 ss. y nota). 
							
							8. “Luego ¿quién 
							podrá considerarse tan ajeno al pecado, que la
							justicia no tenga algo que reprocharle o la misericordia que perdonarle? 
							De donde la regla de la sabiduría humana consiste, 
							no en la abundancia de palabras, no en la sutileza 
							de la discusión, no en el afán de la gloria y 
							alabanzas, sino en la verdadera y voluntaria 
							humildad, que nuestro Señor Jesucristo eligió y 
							enseñó con gran valor desde el seno de su madre 
							hasta el suplicio de la Cruz” (S. León Magno). 
							
							9. 
							
							Si confesamos...: 
							La pobre alma que ignora la gracia y no cree en la 
							misericordia supone que salir de su estado 
							pecaminoso es como subir a pie una montaña. No se le 
							ocurre pensar que Dios ha imaginado todo lo más 
							ingenioso posible para facilitar este suceso que 
							tanto le interesa (recuérdese al Padre admirable del 
							hijo pródigo: Lc. 15, 20 ss.), de modo tal que, 
							apenas nos confesamos sinceramente culpables, Él nos 
							previene con su misericordia, y lo demás corre por 
							su cuenta, pues que es a 
							Él a quien toca dar la gracia para la enmienda (Flp. 
							2, 13) y sin ella no podríamos nada (Jn. 15, 5). Un 
							buen médico sólo necesita para sanarnos que le 
							declaremos nuestra enfermedad. No pide que le 
							enseñemos a curarnos. Jesús vino de parte del Padre 
							como Médico y así se llama Él mismo expresamente 
							(Mt. 9, 13). Es un médico que nunca está ausente 
							para el que lo busca (Jn. 6, 38). Hagamos, pues, 
							simplemente que Él vea bien desnuda nuestra llaga, y 
							sepamos que lo demás lo hará Él. Cf. 3, 20 y nota. 
							Es la doctrina del Sal. 93, 18: “Apenas pienso: «Mi 
							pie va a resbalar» tu misericordia, Yahvé, me 
							sostiene”. Cf. Sal. 50, 5-8 y notas. Más aún, 
							observa Bonsirven, el mismo Jesús se hace nuestro 
							abogado en el Santuario celestial (Hb. 7, 25). Cf. 
							2, 1. 
							
							10. Es la condenación 
							del 
							
							farisaísmo 
							de los que se 
							creen santos y justos (Lc. 18, 9 ss.) y buscan la 
							pajita en el ojo del prójimo mientras no ven la viga 
							en el propio (Mt. 7, 3). “Todo hombre es mentiroso”, 
							dice S. Pablo (Rm. 3, 4) con el Salmista (Sal. 115, 
							2), y el II Conc. Araus. definió que “ningún hombre 
							tiene de propio más que la mentira y el pecado” 
							(Denz. 195). 
 
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