Iglesia Remanente

Salmo 62

       

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Salmo 62 (63)

El alma sedienta de Dios

1*Salmo de David. Mientras vagaba por el desierto de Judá.

2*Oh Dios, Tú eres el Dios mío,

a Ti te busco ansioso;

mi alma tiene sed de Ti,

y mi carne sin Ti languidece,

como (esta) tierra árida y yerma,

falta de agua.

3*Así vuelvo mis ojos

hacia Ti en el santuario,

para contemplar

tu poder y tu gloria;

4*porque tu gracia

vale más que la vida,

por eso mis labios te alabarán.

 

5*Así te bendeciré toda mi vida

y hacia tu Nombre levantaré mis manos.

6*Mi alma quedará saciada

como de médula y gordura,

y mi boca te celebrará

con labios de exultación,

7*cada vez que me acuerde de Ti

en mi lecho

y en mis insomnios medite sobre Ti;

8porque en verdad

Tú te hiciste mi amparo,

y a la sombra de tus alas

me siento feliz.

9*Si mi alma se adhiere a Ti,

tu diestra me sustenta.

 

10Los que quieren quitarme la vida

caerán en lo profundo de la tierra.

11Serán entregados al poder de la espada,

y formarán la porción de los chacales,

12*en tanto que el rey se alegrará en Dios

y se gloriará todo el que jura por Él;

pues será cerrada la boca

a los que hablan iniquidad.

 



* 1. Judá: Así también los LXX. La Vulgata dice: Idumea. El fondo histórico es, según todas las probabilidades, aquel triste periodo en que el rey estaba vagando por los desiertos de Judá, en los primeros días de la sublevación de su hijo Absalón (II Reyes 15, 23 ss.).

* 2. El sentido es: como mi cuerpo desfallece en esta tierra sin agua, así mi alma tiene necesidad de Ti. Figura frecuente y muy expresiva en Palestina, donde la falta de agua convierte en desierto tierras de suyo fertilísimas. Cf. Salmos 41, 2; 125, 4; 142, 6. De ahí que Jesús se ofrezca como el agua viva que necesitan las almas sedientas (cf. Juan 4, 10-14; 7, 37 s.; Apocalipsis 7, 17; 22, 1 y 17; Amos 8, 11 ss. y nota).

* 3. El santo rey, olvidando todas las fatigas, vuelve su vista hacia Sión y nada desea más que volver al Señor y a su santuario (cf. Salmo 26, 4). El apóstol San Pablo enseña a colmar esa ansia en todo momento, haciendo que Cristo habite en nuestros corazones por la fe. Véase esta admirable revelación en Efesios 3, 8-19 (Epístola de la Misa del Sagrado Corazón).

* 4 s. Lo que nos mueve a alabar a Dios y a predicarlo con ansias de apostolado, no es tanto su poder y los demás atributos que pueda suponer en Él la filosofía, cuanto la misericordia con que nos ama su corazón paternal. Cf. Salmo 53, 8 y nota. David no sólo prefiere esa misericordia a la vida, a los atractivos de la vida presente (y era un poderoso rey quien así hablaba), sino que, como vimos en el versículo 2, no quiere vivir de propia suficiencia, sino de la gracia. Véase Isaías 55, 1 ss., donde se recuerdan esas misericordias que como enseña San Pedro, siguiendo al mismo David, no se aprecian sino por experiencia (I Pedro 2, 3; Salmo 33, 9).

* 5. Levantaré mis manos (cf. Salmo 27, 2): He aquí una hermosa actitud que parece debiera conservarse en la oración, pues es notable que, no obstante el carácter de la predicación apostólica, apartada de toda tendencia ritualista, como correspondía al Mensaje de Jesús “en espíritu y en verdad” (Juan 4, 23), San Pablo lo indica así a los hombres en I Timoteo 2, 8. Cf. Salmos 27, 2; 118, 48; 133, 2; 140, 2; Lamentaciones 2. 19; 3, 41.

* 6. Médula y gordura: Es la gracia divina que, dilatando el corazón, inspira la alabanza (Salmo 118, 32 y nota). “No te alabarían, Señor, mis labios si no me previniese tu gracia. Don tuyo es, gracia tuya es el que yo pueda y acierte a alabarte” (San Agustín).

* 7 s. En mi lecho: Aprovechemos esta lección de David para llenar de dulzura nuestros insomnios, fijando suavemente el pensamiento en recordar, como nos lo enseña también el Salmo 76, 12 ss., los indecibles bienes recibidos del Padre celestial (Salmo 102, 2ss.), y sobre todo el don supremo: su propio Hijo (Juan 3, 16); y el don del Hijo: su propia vida temporal (Juan 10, 18) y su misma vida divina y gloriosa (Juan 6, 57; 17, 22); y el don del Espíritu como luz y fuerza (Lucas 11, 13; Juan 14, 26; 16, 23); como santidad gratuita (I Tesalonicenses 4, 8 y nota); como sello de semejanza con Dios y “arras de nuestra esperanza” (II Corintios 1, 22 s.; Efesios 1, 13) y en las promesas dichosísimas que nos han sido hechas. Cf. Filipenses 3, 20 s., etc. El que se acostumbra a meditar (Lucas 2, 19) las palabras de Dios que contienen tales dones, tales bondades y tales promesas, centuplica su fe y entonces descubre que el amor a la Palabra de Dios es una cosa inmensa. Véase Salmos 29, 6; 70, 1; 76, 5; 118, 55.

* 9. Tu diestra me sustenta: Esto es, de un modo permanente como la vid a los sarmientos (Juan 15, 1 ss.). Sin ella, no sólo caería en el pecado sino que mi ser volvería a la nada, pues en Él tenemos la vida, el movimiento y el ser, como dijo San Pablo a los del Areópago en Hechos 17, 28. Cf. Salmo 103, 29 s., y nota. Notemos que dice: “me sustenta si mi alma se adhiere”. No es que nosotros tengamos que darle antes algo a Él, pues Él nos amó primero (I Juan 4, 10; Romanos 11, 35; Job 41, 2) y es bueno también con los desagradecidos y los malos (Lucas 6, 35). Es simplemente una cuestión de aceptación, de comunicación con Él. El agua viva se da gratis (cf. versículo 2; Apocalipsis 22, 17 y nota) y sólo es cuestión de tomarla. El que no la quiere, claro está que no tendrá la vida, así como un remedio sólo sana al que confía en él y se decide a tomarlo. Puede Dios hacer una excepción en los niños aun no conscientes, pues hasta los lactantes pueden glorificarlo (Mateo 21, 16; Salmo 8, 3), y de ellos es el Reino de los cielos (Mateo 19, 14). Pero el hombre es libre y debe libremente aceptarlo o rechazarlo (Cantar de los Cantares 3, 5, y nota; cf. Mateo 20, 25 y nota), y debe hacerlo en forma definida, pues Jesús declara que si uno no está con Él, está contra Él (Lucas 11, 23). Entretanto, “nuestra confianza con Dios debe llegar hasta confesarle nuestra falta de confianza en Él”, puesto que es Él, como dice San Agustín, quien nos da aún eso que nos pide.

* 12. Que jura por Él: Que le adora como a Dios. Jurar por Dios significa reconocerlo como Señor y Juez (cf. Deuteronomio 6, 13). En tanto que, etc.: Como ha observado Duhm, este final que aquí está fuera de metro, completa muy bien la última estrofa del Salmo anterior, por lo cual parece haber existido un error de copista.