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CORINTIOS |
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Tratado de la caridad.
1
Aunque yo hable la lengua de los hombres
y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que
suena o címbalo que retiñe*.
2
Y aunque
tenga (don de) profecía,
y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga toda
la fe en forma que traslade montañas, si no tengo amor, nada
soy*.
3
Y si repartiese mi hacienda
toda, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, mas no
tengo caridad, nada me aprovecha*.
4
El amor es paciente; el
amor es benigno, sin envidia; el amor no es jactancioso, no
se engríe;
5 no hace nada que
no sea conveniente, no busca lo suyo*,
no se irrita, no piensa mal;
6
no se regocija en la
injusticia, antes se regocija con la verdad;
7
todo lo sobrelleva, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo soporta*.
8
El amor nunca se acaba; en cambio, las profecías terminarán,
las lenguas cesarán, la ciencia tendrá su fin.
9
Porque (sólo)
en parte conocemos, y en
parte profetizamos;
10
mas cuando llegue lo perfecto, entonces lo parcial se
acabará. 11
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño,
razonaba como niño; mas cuando llegué a ser hombre, me
deshice de las cosas de niño.
12
Porque ahora miramos en un enigma, a través de un espejo;
mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte,
entonces conoceré plenamente de la manera en que también fui
conocido*.
13
Al presente permanecen la fe, la esperanza y la caridad,
estas tres; mas la mayor de ellas es la caridad*.
1. Todo el capítulo
es más que un sublime himno lírico a la caridad; es
un retrato, sin duda el más auténtico y vigoroso que
jamás se trazó del amor,
el más alto de los dones y de las virtudes
teologales, para librarnos de confundirlo con sus
muchas imitaciones: el sentimentalismo, la
beneficencia filantrópica, la limosna ostentosa,
etc., San Pablo fija aquí el concepto de la caridad
según sus características esenciales, pues son las
que cualquiera puede reconocer simplemente en todo
amor verdadero. Si no es así no es amor. Mas para
poder pensar en la caridad como amor de nuestra
parte a Dios y al prójimo, hemos de pensar antes en
la caridad como amor que Dios nos tiene y que Él nos
comunica, sin lo cual seríamos incapaces de amar
(Denz. 198 s.). Dios es amor (1 Jn. 4, 8); y ese
amor infinito del Padre por el Hijo nos es extendido
a nosotros por la misión del Espíritu Santo (Rm. 5,
5), el cual pone entonces en nosotros esa capacidad
de amar al Padre como lo amó Jesús, y de amarnos
entre nosotros como Jesús nos amó (Jn. 13, 34; 15,
12). Es de notar que S. Pablo usa siempre la voz
griega agapé, que suele traducirse indistintamente por
caridad o
amor. Este último es el adoptado generalmente en las traducciones
del griego para este
capítulo y para pasajes muy vinculados al presente,
como 16, 24; Rm. 12, 9 y 13, 10; 2 Co. 2, 4 y 8, 7;
Ga. 5, 13; Ef. 2, 4; 3, 19; 5, 2; Col. 1, 4 y 8,
etc., y también, sobre todo, para las palabras de
Jesús, como por ejemplo Jn. 5, 42; 13, 35; 15, 9, 10
y 13; 17, 26, etc., por lo cual hemos alternado en
estas notas ambas voces, usando la última donde
consideramos que contribuye mejor a la inteligencia
espiritual del texto de acuerdo con los demás
citados.
2. Como muy bien
observa Fillion, la fe de que aquí se trata entre
otros carismas, es lo que se llama “fides
miraculosa” (12, 9) y no en manera alguna “la
primera de las tres virtudes teologales”, que
sobrepasa los límites de aquélla
y que, siendo el “principio de la humana salvación,
el fundamento y la raíz de toda justificación”
(Conc. Trid.), es la base y condición previa de toda
posible caridad, pues es cosa admitida que no pueda
amarse lo que no se conoce. Según la expresión
clásica, “el fuego de la caridad se enciende con la
antorcha de la fe”, o sea que en vano pretenderíamos
ser capaces de proceder como en el v. 4 si antes no
hemos buscado el motor necesario entregando el
corazón al amor que viene del conocimiento de
Cristo, como lo dice la Escritura. En ella se nos
revela el Amor del Padre que “nos amó primero” (1
Jn. 4, 10) hasta darnos su Hijo (Jn. 3, 16). Sólo
ese conocimiento espiritual, admirativo y consolador
(cf. Jn. 17, 3 y 17 y notas), es decir, sólo la fe
que obra por la caridad (Ga. 5, 6; Jn. 14, 23 s. y
notas), la fe en el amor y la bondad con que somos
amados (1 Jn. 4, 16), podrá convertir nuestro
corazón egoísta, a esa vida que aquí indica S.
Pablo, en que el amor es el móvil de todos nuestros
actos. Véase Col. 1, 9 y nota.
3. Esto es lo que ha
sido llamado “lección formidable”, es decir
terrible:
Antes que las obras materiales, hay que cuidar la
sinceridad del
amor con que las hacemos; amor que sólo puede
venir de una fe viva (Ga. 5, 6), formada en el
conocimiento espiritual de Dios, que Él mismo nos da
por medio de su Palabra (Jn. 17, 3; Rm. 10, 17). En
3, 10-15 y notas vimos, revelada por el Apóstol, la
tragedia de las obras hechas sin amor, según
parecerán en “el día del Señor” que debe juzgarlas y
premiarlas.
5.
No busca lo suyo:
Nótese que
esta admirable norma, sin la cual nuestro natural
egoísmo viviría sembrando ruinas desenfrenadamente,
no significa que hayamos de empeñarnos en buscar las
cosas desagradables sino en cuidar ante todo que
ninguna de nuestras ventajas pueda ser en detrimento
de otro (10, 24). Hartas cosas agradables nos
permite Dios que no son con daño ajeno. Más aún,
todas nos las promete Él por añadidura si tenemos
esta disposición, fundamental de caridad que no
aceptaría nada que fuese con perjuicio del prójimo.
¡Qué paraíso de paz y bienestar sería entonces el
mundo! Pero si no podemos hacer que lo sea para
todos, nadie puede impedirnos que lo hagamos un
paraíso así entre nosotros. Cf. 10, 31 y nota.
7. Apliquemos esto al
amor que Dios tiene
con nosotros y veremos hasta dónde llega su
asombrosa bondad (Lc. 6, 36 y nota).
Todo lo cree: a Dios (véase 1 Jn. cap. 5). En cuanto al prójimo, S.
Juan nos da la regla en 1 Jn. 4, 1. Cf. Mt. 10, 16
ss.; Jn. 2, 24; Hch. 17, 1; 1 Ts. 5, 21 y nota.
12. Sólo
por el espejo
de la fe, perfeccionada por el amor y sostenida
por la esperanza (v. 13), podemos contemplar desde
ahora el
enigma de Dios. ¿Cómo podríamos de otra manera
ver las realidades espirituales con los ojos de la
carne, de una carne caída que no sólo es ajena al
espíritu sino que le es contraria? (Ga. 5, 17). De
ahí el inmenso valor de la fe, y el gran mérito que
Dios le atribuye cuando es verdadera, haciendo que
nos sea imputada como justicia (cf. Rm. cap. 4).
Porque es necesario realmente que concedamos un
crédito sin límites, para que aceptemos de buena
gana poner nuestro corazón en lo que no vemos,
quitándolo de lo que vemos, sólo por creer que la
Palabra de Dios no puede engañarnos cuando nos habla
y nos ofrece su propia vida divina, mostrándonos que
aquello es todo y que esto es nada. De ahí que
nuestra fe, si es viva, honre tanto a Dios y le
agrade tanto, como al padre agrada la total
confianza del hijito que sin sombra de duda le
sigue, sabiendo que en ello está su bien. Él nos da
entonces evidencias tales de su verdad cuando
escuchamos su lenguaje en las Escrituras, que ello,
como dice Santa Ángela de Foligno, nos hace olvidar
del mundo exterior y también de nosotros mismos.
Pero, sin embargo, el deseo de
ver cara a
cara, ese anhelo de toda la Iglesia y de cada
alma, con el cual termina toda la Biblia: “Ven,
Señor Jesús” (Ap. 22, 20 y nota), crece en nosotros
cada vez más porque se nos ha hecho saber que ese
día, al conocer
de la manera en que también fui conocido, seremos hechos iguales a
Jesús (Fil. 3, 20 s.; Rm. 8, 29; Ga. 4, 9; 1 Jn. 3,
2). El mismo S. Juan nos revela que esta anhelosa
esperanza de ver a Jesús, nos santifica, así como Él
es santo (1 Jn. 3, 3; cf. Ct. 8, 14 y nota). Y S.
Pablo nos muestra que no se trata de desear la
muerte (2 Co. 5, 1 ss. y notas), sino la
transformación que él mismo revela nos traerá Cristo
en su venida. Cf. 15, 51; 1 Ts. 4, 16 s. y notas.
13. S. Agustín,
previniéndonos contra la vanidad del culto puramente
exterior, nos dice que el culto máximo que Dios
recibe de
nosotros es el de nuestra fe, nuestra esperanza y
nuestro amor (cf. v. 1-3 y notas; Jn. 6, 29). La
caridad es, como dice Santo Tomás, la que, mientras
vivimos, da la vida a la fe y a la esperanza, pero
un día sólo la caridad permanecerá para siempre y,
como dice el Doctor Angélico en otro lugar, la
diferencia en la bienaventuranza corresponderá al
grado de caridad y no al de alguna otra virtud. Por
esta razón, entre mil otras, ella es la más
excelente de las tres virtudes teologales, si las
miramos como distintas entre sí. Notemos que así
cumplirá Él, de un modo infinitamente admirable y
superabundante, aquella loca ambición de nuestros
primeros padres (Gn. 3, 4), que Satanás les inspiró
sin sospechar que en eso consistía el ansia del
mismo Dios por prodigar su propia vida divina, mas
no por vía de rebelión, que era innecesaria, sino
por vía de Paternidad, haciéndonos hijos suyos
iguales a Jesús y gracias a los méritos redentores
de Jesús. Tal es la obra que hace en nosotros el
Espíritu Santo. Cf. Ef. 1, 5; Rm. 8, 14 y notas.
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